"Miedo" era lo único que podía repetir cuando la encontraron
semidesnuda, cubierta con una manta raída, a la salida de un pequeño templo
abandonado.
Nadie la conocía, tenía la mirada perdida, las manos cerradas
en torno a sus hombros, el pecho huesudo, la frente amplia cubierta de un fino
manto de transpiración que contradecía el frío de aquella noche.
-¿Cómo te llamas?- le preguntaban los buenos samaritanos que
la recogieron.
-Miedo, miedo- repetía, abriendo grande la boca, dejando al
descubierto sus pocos dientes, el olor nauseabundo de su aliento.
La levantaron sin esfuerzo, era una muchacha alta pero de
bajo peso, estaba prácticamente sin músculos, era un esqueleto cubierto con una
manta.
Doña Rosa se ofreció a tenerla en su casa hasta que la policía
llegara para ayudar.
Ni bien la dejaron en el comedor los tres campesinos partieron
en las camionetas en busca de ayuda.
-Tengo sopa, ya la caliento y te doy- le dijo ella observándola
desde lejos.
La mirada había cambiado ni bien la puerta se cerró dejándolas
solas en el habitáculo.
La mujer se levantó de un salto, tirando el trapo que la
cubría, mostrando el cuerpo marcado con gruesos arañazos en el pecho, el abdomen,
las piernas, la entrepierna.
-¡Miedo!- gritó arrancándose mechones de cabello y doblándose
desesperada.
Doña Rosa lejos de acercarse para consolarla intentó sacar
llave a la puerta para huir, desesperada. Los gritos de la mujer grande
aumentaron la histeria de la joven que al ver que la puerta se abría se abalanzó
sobre ésta, mordiéndole el cuello, sacando un grueso trozo que deglutió con fruición.
Cuando la policía llegó, la aparecida se había cubierto de
nuevo con la manta y estaba sentada sobre el cuerpo inerte de la vieja.
Todos quedaron parados en el umbral, con la boca abierta,
los ojos contaminados por la escena.
-Miedo- les dijo sonriente señalándolos- ustedes, miedo- volvió
a repetir riendo por ratos.
Un alarido extraño rajó la oscuridad y varios ojos rojos
iluminaron la noche, trepados en el techo de la casa, brotando por los
costados de la tapia.
Sombras hambrientas, humanoides desarmados por la hambruna, en un monte que se extinguía.
Sombras hambrientas, humanoides desarmados por la hambruna, en un monte que se extinguía.
-¿miedo?- preguntó uno saltando desde un árbol y cayendo a centímetros
del grupo, con la cabeza sin pelos, con la piel ajada despegándose de los
huesos y cayendo desvencijada por partes.
“miedo, miedo, miedo, miedo”
murmuraban los otros acercándose,
atropellándose por momentos ante el inminente festín que las tripas imploraban a
gritos.