Grité sobrepasado por la situación: la niña, el frío (de pronto un viento gélido te retorcía las falanges) y el hedor (un olor a muerte penetraba por las fosas nasales dejándote aturdido).
Todo sucedió en un instante: la cámara que caía, Juan que daba vuelta el rostro, ella que torciendo de una manera antinatural el cuello apartaba los dientes de mi amigo para observarme divertida.
La luz que se apagaba, un trueno, el aullido de un perro.
Todo está en mi mente. Ahora lo desgloso y fue un episodio letárgico que me cambió la vida para siempre.
El grito de Juan. ¡El grito!
No intenté ayudarlo. Ni siquiera atine a hacer algo por él, solo huí. En silencio, con los pantalones sucios, respirando bajito para que nadie me oyera, para que ella no se diera cuenta de que me había escapado.
Al día siguiente apareció la policía haciéndome preguntas sobre el paradero de mi amigo, su madre desconsolada se sonaba la nariz sonoramente mientras me observaba desde atrás del comisario.
Negué haberlo visto.
Uno de ellos me informó que se encontró mi filmadora a metros de la casa de la niña Cándida Diaz y que la gente del lugar recordaba habernos visto el día anterior.
Se me aflojaron las piernas y me senté a llorar.
Me llevaron a la comisaría y conté todo. Nadie me creyó. Dos policías grandotes me golpearon al grito de "que hiciste con Juan".
También me preguntaron por el padre Luis, el pobre sacerdote que realizaba los exorcismo y que había desaparecido esa misma noche. Cuando concluyeron la tortura, sin sacarme ni una palabra, me mandaron a casa.
Al regresar lo vi. ¡Está con ellas!
Crucé por la canchita de la calle quince para acortar el trayecto y escuché el ruido de los pasos que se abren camino por entre los matorrales que circundan.
Las manos pálidas de la niña hicieron a un lado las ramas y me miró sonriente, con ese grosero ángulo en el cuello que le ponía el rostro a milímetros del hombro. Su madre se asomó por atrás, matriarca dura, con las manos a la cadera, llevando una cuerda y arrastrando del cuello a Juan, que parecía un animalito asustado, enajenado, caminando a cuatro patas.
-¡Juan!- le grité y me mostró los dientes gruñendo. Huí nuevamente, como la bestia cobarde que demostré ser.
Estoy dejando todo por escrito.
Enloquezco.
Ya no salgo, temo hacerlo.
Desde ayer el hedor en mi departamento es cada vez más fuerte.
Sé que están aquí pero no se donde, ¡no se donde!... y la incertidumbre me está matando.
Las cañerías tiemblan, creo que se decidieron a entrar.
Están emergiendo.
Acabo de ver la mano de la niña en el marco de la puerta del baño.
Ya están adentro.
Que mi testimonio escrito sirva para encontrarlas y exterminarlas.
Fin