Monstruos que retozan en este sitio:

viernes, 28 de junio de 2013

El regreso a casa.

Cuando terminó de tapar someramente el cuerpo con tierra, trajo semillas de las más bonitas flores y las plantó. Su cuerpo quedaría junto a las rosas y los claveles, y mientras las larvas lo convirtieran en un caldo pestilente, el perfume de las flores le sugerirían que ella, tan bella como siempre, seguía viva. Otro día cavaría un pozo más hondo, después de todo era sólo un sepelio simbólico.
Se sentía orgullosa, ¡era una sobreviviente!
Había sido más astuta, no más fuerte seguramente y de ello eran testigos los hematomas verdosos que le quedaran en el cuerpo, pero que pronto se irían.
Sanarían.
En cambio él... escupió sobre la sepultura y entró.
Una ducha aflojaría los músculos endurecidos y una siesta la dejaría como nueva.
Se recostó en medio de la cama, extendiendo a lo ancho brazos y piernas, respirando profundamente el aire carente de su perfume.
Abrió la boca para reír a carcajadas y una cantidad importante de tierra le llegó hasta la tráquea ahogándola, se levantó escupiendo, intentando tragar los residuos que estaban profundos, tratando de liberar la garganta para poder respirar normalmente. La tomaron del cabello y la arrastraron hasta el fondo de la casa. No podía gritar, cianótica, lo único a lo que atinaba era a patalear e intentar reconocer a su atacante.
Todo pasó tan rápido que fue imposible intentar algún tipo de resistencia, en unos segundos estaba acostada sobre la sepultura con él sobre ella, oprimiéndole el cuello con las manos gigantes y callosas que tanto daño le habían hecho durante su vida juntos.
¡Él sobre ella!
Él, vivo; sobre ella, muriéndose.
Poco a poco dejó de sentir dolor.
Un sopor profundo la dejó sumergida en un atávico sueño de mujeres destruidas.
Cuando abrió los ojos había varias más junto a ella, todas tenían los rostros desfigurados por los golpes.
Algunas se arrastraban, con los huesos destrozados, otras tosían tomándose del estómago con los brazos, mientras de tanto en tanto se limpiaban la sangre que les goteaba por el mentón.
Quiso hacer alguna pregunta pero sólo pudo escupir tierra, por más que se la sacara con las dos manos seguía apareciendo y brotando cuando quería hablar.
Caminó un rato, inspeccionando la zona.
La bruma le impedía ver un horizonte, sólo eran ellas y sus tormentos.
Aun así, no se quejaban, vagaban mirándose unas a otras.
Algunas mostraban orgullosas sus panzas infladas de bebes muertos, embarazos eternos, compañías que se podrían junto a ellas, y sonreían con dientes faltantes.
Era imposible quedar atrapada ahí, había luchado contra el sujeto que la atormentó durante años.
Ella era una hembra que merecía una segunda oportunidad.
Ya no de vida, no le importaba lo que había perdido, pero sí de venganza.
Metió casi toda la mano por la garganta, ocasionándose vómitos demenciales, necesitaba limpiar el paso del aire.
Logró filtrar un poco de oxígeno, lo sintió en los pulmones como brisa helada, gritó rabiosamente, asustando a sus congéneres.
Aulló, levantando los puños al aire, golpeando en el suelo los pies hasta sentirlos sangrar. Huyó enloquecida.
Ella no podía terminar ahí, con las demás, y dejarlo nuevamente vencer.
Abrió la boca enceguecida de odio y gritó tan fuerte que la tierra trepidó produciendo una fisura oscura y maloliente .
Se despertó de golpe, inhalando tanto aire que sintió que los pulmones se desgarraban, sentándose por la fuerza que da el despertar de un sueño tan pesado que devora entrañas.
Quiso quejarse por el dolor que experimentaba pero un sonido gutural brotó de la tráquea, junto a unos cuantos gusanos.
Fue en ese momento que miró su entorno y luego se observó ella.
Estaba en el monte, descomponiéndose.
Ni siquiera había tenido la gentileza de enterrarla.
Se levantó, por unos momentos sin saber qué hacer, llena de certezas luego.
Era de noche, cinco soles habían pasado por su cuerpo haciendo destrozos en los tejidos blandos, llenando de larvas y moscas sus orificios.
Por la hendidura de la tierra aparecieron varias más, sonrientes, espantosas, vengativas.

Se miraron entre ellas, se despidieron con abrazos que torturarían la mente de cualquier mortal que las viera y comenzaron el regreso a sus hogares, para visitar a sus hombres… por última vez.

sábado, 22 de junio de 2013

La doña II

Había una araña negra, gorda, hermosa, en el ventiluz del baño. La respetaba y no sabía si ella a mi y en ese quid radicaba el secreto de su eterna estadía (vivía ahí desde la época en que la casa era de mi abuela).
Me gustaba ducharme con un ojo cerrado y el otro abierto, controlándola para que no saliera y me comiera la mitad de la cabeza de un solo bocado, y contribuía a que esos quince o veinte minutos diarios de agua y jabón no fueran abúlicos y devinieran en tensas aventuras por preservar la vida.
Ayer abrí la ducha y miré su tela, había veinte, treinta o tal vez cincuenta arañitas negras, mínimas, estáticas. Me alejé confundida, lo primero que me vino a la mente es que siempre había creído que las arañas nacían siendo blancas y estas parecían pecas insalubres en la pulcra seda. Luego me percaté de que ella no estaba y el miedo evolucionó en terror. Cerré la ducha y retrocedí precavida, sentí como cuando hay un asesino serial atado a una silla y tras un descuido de segundos del que lo cuida, descubre que el individuo ya no está, entonces se altera y comienza a gritar histérico porque sabe que en cualquier momento aparecerá el asesino con un cuchillo y lo hundirá en la base del cuello a la altura de la clavícula. ¿Te pasó eso en alguna ocasión? ¿no? ¿Nunca te tuvieron acorralado y lograste soltarte de las cuerdas en apenas unos segundos? ¡Pensé que podría ser una situación común! (¡es que me escapé de tantas!). Pero regresando a la otra historia: me di cuenta de que mi araña criminal, ya no estaba, había dejado a sus hijos y se me cruzó por la mente que tal vez estaría intentando conseguir comida para ellos. La busqué por el resto de la casa, dándome vuelta asustada con cada sonido, temiendo que me hundiera un cuchillo en el cuello a la altura de la clavícula y tras comerme con parsimonia me regurgitara para las crías.
No estaba la araña asesina serial, y nunca había estado del lado contrario de la silla, me faltaba el aire.
Imaginaba que estaría midiendo la fuerza de la estocada, y si ella era como yo seguramente no calcularía donde hundir la hoja del cuchillo sino más bien la fuerza que el brazo necesitaría para introducir el filo hasta el mango y dejar moribunda a la victima.
De la taquicardia pasaba a la arritmia con un compás desagradable, en esos segundos pensé que si me quedaban, en la lista, cardiólogos sin matar tendría que visitar alguno... ¡y si salía viva de aquella situación!
Tal vez crucé por su lado varias veces sin verla. Ella ya no era ella.
Cuando por fin me di cuenta que ese ovillito de hilo negro, tirado cerca de la puerta del baño, era la araña del infierno, me arrodillé a observarla, y a llorarla luego.
Tenía que presentarle mis respetos a esa diosa voluptuosa que se había muerto de vieja, realizada y satisfecha.
La levanté e intenté reanimarla, estirándole cada una de sus patas, tratando de que conservara esa elegancia peligrosa. Aun me dura la tristeza de haberla sabido asesina y odiada, y ahora muerta y atrofiada.
¿Sería que luego seguiría yo? ¿Había cometido todos los crímenes que mi juventud y brío me lo permitían?
Me miré por horas en el espejo y vi las arrugas, algunas canas. Comprendí que me moría, como mi guerrera oscura y que también un día sería confundida con un ovillo de hilo en un rincón de la casa.
No quería que la muerte me encontrara en paz con mi involución corporal sino más bien haciendo de las mías en la psiquis de los otros.
El cuchillo con su funda de cuero lo tengo escondido entre las tetas, estoy vieja, pero una anomalía amoral atávica me llena de energía y si esta fuera mi última andanza se la dedicaré a la doña del ventiluz, ama y señora de los colmillos punzantes.

lunes, 17 de junio de 2013

El acumulador

Ella limpiaba, reponía mercadería y ayudaba en la caja del supermercado.
Esa tarde estaba tomando mate con el de seguridad cuando apareció el viejo, conocido en todos lados como acumulador compulsivo.
Le daba tanta curiosidad que se esmeró en ser amable y caerle simpática.
-Lo ayudo con las bolsas- gritó mientras se apresuraba a tomarlas.
El hombre de aspecto desalineado la miró un tanto sorprendido, se lo notaba tímido y solitario.
-No, muchas gracias, puedo solo- contestó intentando quitarle de las manos las bolsas.
Pero ella le hizo su mejor sonrisa, con ojitos achinados y hoyuelo en la mejilla incluido, y le respondió en voz baja: Estoy a quince minutos de mi horario de salida, llevo sus compras y ya puedo irme a casa.
El hombre aceptó un tanto dubitativo y caminó a su lado, despacio, mirando siempre hacia el suelo.
La muchachita sabía perfectamente donde vivía y lo esperó paciente fingiendo mirar algo en el celular cuando él se detenía ante algún canasto de basura y miraba curioso. En un par de ocasiones levantó cosas que guardó en el bolsillo con disimulo.
Dobló en la esquina, abrió el portón y entraron a un patiecito lleno de latas, oscuro y húmedo.
El olor penetrante la desorientó un poco pero no amedrentó su deseo de conocer la casa por dentro.
El viejo sacó otra llave y entraron.
La casa estaba oscura y el hedor a suciedad le quemó las fosas nasales.
Estaba tan fascinada con el interior de la casa: lleno de libros, discos, muñecos, bolsas y diarios que no percibió cuando el hombre cerró con llave.
No se podía ver ni un centímetro de pared.
Lo primero que le vino a la mente fue que parecía ser un lugar aislado del mundo entero.
-Si gritara, nadie escucharía- razonó asombrada.
-¿Podrías dejar las bolsas en el cuarto que está al final del pasillo? es la tercera puerta a la izquierda.
La muchachita aceptó gustosa.
Tardó un par de minutos en pasar por el estrecho corredor y encontrar la puerta.
Cuando la abrió lo primero que hizo fue buscar en la pared el interruptor. La luz se hizo y la locura también abrió de una patada la puerta.
Había 7 mujeres momificadas, sentadas alrededor de una mesa, tan pulcras y rectas que parecían señoras esperando que les sirviesen la cena.
Él entró y ella volteó a verlo.
La mirada de la niña, toda sorpresa y felicidad fue tan perturbadora que él dio un paso atrás.
-¿Seré parte de su colección?- gritó ilusionada - Siempre quise ser parte de algo asombroso. ¿Estaré en la cabecera de la mesa? Quiero ser la más joven y bella- sentenció frunciendo el ceño.
El viejo seguía retrocediendo, parecía que con cada paso se achicaba dentro de la ropa, cuando estuvo con la espalda contra la pared, ella pareció desilusionarse y agregó un tanto triste.
-Pensé que me encontraría con alguien que me superase. Siempre busco un maestro, el día que lo encuentre sé que el sabrá terminar con mi obra. La clave es el factor sorpresa- y sacando de entre sus prendas una navaja brillosa, lo atacó.
Durante la noche el viejo fue trasladado por partes a su casa y cada una de las extremidades acomodadas en los cuartos que deparaba para tal fin, lo demás lo tiró en el patio.
Su problema de acumulación compulsiva estaba superándola, pero nunca perdía las esperanzas de encontrar a alguien que estuviera un paso más allá y la tomase como parte de alguna colección. Las ocho cabezas de psiquiatras que se desdibujaban en la bañera le aseguraron que podrían con su problema... y la habían desilusionado. Ahora esperaba la salvación de una aberración similar a ella.

lunes, 3 de junio de 2013

La Doña del ventiluz


La araña había tejido su tela con una delicadeza avezada, convirtiéndose en “La Doña” del ventiluz del baño. Nadie sabía de su existencia. El resquicio izquierdo de la pequeña ventana la escondía en secreta conspiración, y ella podía con tremenda parsimonia y exactitud, tejer capullos para sus huevitos y esconderlos entre el cabello de la vieja que se bañaba con dificultad, cada dos o tres días.
Los puso durante esas noches: detrás de las orejas, en la nuca y ocultas entre las cejas. Cuatro capullos con un total de doscientos huevos que en veinte días eclosionarían en un acto casi milagroso y puro. Una escena que esperaba poder presenciar conmovida. Por tal motivo, cuando el día dieciocho llegó, abandonó su hogar y tras comer frugalmente al macho de turno para poder sobrevivir la travesía sin pasar hambre, descendió paredes, escaló desiertas escaleras, atravesó oscuros corredores hasta llegar a la pieza de la anciana y por fin, casi al morir del día diecinueve, se instaló bajo la almohada, como lo había hecho uno de sus ancestros, casi primo segundo, muy famoso por cierto almohadón de plumas, y esperó.
Los gritos, manotazos y arcadas le dieron la pauta de que sus hijos estaban llegando a este mundo y se apresuró a elevarse por el cabezal de la cama.
No soportó ver cuando la anciana histérica destrozaba a sus primogénitos con cada manotazo y para evitar una matanza en masa decidió sedarla, saltando a su oreja e inoculando veneno en lo profundo del oído. Dejó de escucharla gritar enseguida y cayó de costado. Hubo algunas muertes y ante tanta pena sólo se repuso cuando vio que sus hijos sobrevivientes, hermosos y pequeños, se abrían paso por los huecos calientes de la humana para iniciar sus propias aventuras. Nariz, boca, oídos, ojos... todo fue recubierto por el blanco despertar de la vida. Se sintió satisfecha y orgullosa.
Un macho atractivo y apetitoso la observaba desde arriba de la puerta, mostrando con orgullo una presa sólo para ella, ¡invitaciones suicidas se las hay! Y mirando a la última de sus hijas que entraba debajo de una uña… se despidió de ellas.
La anciana pronto despertaría y tal vez ni siquiera recordaría lo pasado, pero sería un buen hospicio para sus crías.
La Doña caminó tranquila y realizada, moviendo su enorme trasero mientras subía por la puerta, ya quería una nueva camada de crías, presuntuosa descubrió que era una buena madre. 

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