Monstruos que retozan en este sitio:

miércoles, 16 de octubre de 2013

Cándida y ella.

La policía la encontró sentada bajo el árbol dando de mamar a su hijo en completa paz mientras le cantaba un arrorró, mientras las hormigas devoraban a su marido, mientras el cuerpo atraía moscas, mientras el universo le daba nuevamente las riendas.
Cuando la subieron al patrullero reconoció que su vida seguiría siendo una bolsa inmensa de mierda mientras aquella siguiera contemplándola y escribiéndola.
Esa misma noche se escapó y no dudó en matar a cuanto hombre intentara frenar esa libertad sicótica que la hacía tan espantosamente absurda, atípica y utópica también.
Ser Cándida y ser su tinta era, más que una maldición, una atávica herida que cercenaba ovarios y los dejaba cuajados y hambrientos.
Mientras dormía, la buscó bajo la tierra y sobre su hombro. Se dedicó a deconstruir esa relación ambivalente que las unía y llegó a la conclusión que escribía sobre ella porque la amaba tanto, como la odiaba también.
Y por primera vez: temió por su vida, por acabar en un cuaderno cerrado o desmembrada bajo el zapato de un patriarca. Descubrió que tras el lápiz y los feroces episodios de violencia o empatía, existía una tirana demanda de poderes que aquella anhelaba tener, que temía perder, que ansiaba descubrir.
Y supo que su existencia estaba basada en la envidia que despertaba en la escritora.
Y amó ser Cándida.
Y odió ser un sueño.
Se despertó en la patrulla, aún faltaba un tramo largo, su hijo dormía junto a su pecho.
Lo sostuvo fuerte tapándole los oídos para que nada interrumpiera su paz y abrió la boca demencialmente para tragar al primer hombre que osara detenerla.

miércoles, 2 de octubre de 2013

LOBOS


Somos víctimas viviendo en una sociedad hombruna, en donde deambulan machos cabríos que se creen dueños de las incertidumbres, glorias y flaquezas de una mujer.
Nos enseñan a vivir con ojos hasta en la nuca, cuidándonos de ellos: de sus miradas, sus gestos, de las mínimas muestras de agresividad que nos puedan hace sucumbir en una vida de maltratos.
Crecemos con miedo al lobo con piel de cordero. Al hombre que pueda llegar a enamorarnos con una mirada tierna y que con la complicidad de un hogar cerrado bajo llave y candado, nos someta a sus puños de hierro.
Somos víctimas desde que nos enseñan a temer hasta que nos logran hacer entender sobre la fragilidad que nos convierte en tibias flores silvestres.
No soy la excepción.
Soy una víctima.
Les temo tanto, que evito mirarlos a los ojos.
Cuando alguno se acerca a conversar me tiembla la voz, no puedo evitar encontrar indicios de su verdadero pelaje bajo el manto acolchado de su blanca piel.
Y cuando me enamoro es peor, dejo de ser yo, me desbarato. Aun sabiendo que seguramente algo esconden, que no son sinceros y que pronto caeré bajo alguna trampa que me hará sucumbir ante peligros monstruosos, me dejo llevar por ellos, me obsesiono, los persigo, los admiro y trato de controlarme, me pellizco, me tiro del cabello, me castigo obligándome a mantenerme parada con la cara a la pared durante horas para que los pies vuelvan a estar sobre la tierra. Para que no pierda de vista que somos potenciales víctimas ante lobos con piel de cordero.
Por eso cuando J se acercó y me invitó a tomar un café, para cerciorarme de estar en mi territorio cuando se produzca el ataque, lo invité a mi departamento y antes de que pudiera abrir algún cierre de su disfraz para saltar hambriento, lo degollé y me lo devoré yo.
Somos víctimas. No lo olvidemos nunca, estemos atentas.
Fue por este motivo que cuando N me propuso ser su novia, le dije que sí para no enojarlo, pero ante el primer descuido lo drogué, y tiré su cuerpo endurecido y marchito en un camino de tierra, de esos que no conducen a nada y que sólo sirven para que las mujeres temerosas tiren a sus tiranos durmientes.
Busco en potenciales amantes siempre alguna mirada o un indicio de furia contenida.
¡Les temo tanto! Yo tan niña frágil y ellos tan feroces.
Por tal motivo cuando R se acercó con una rosa, le cercené la mano y se la tiré a los perros. La rosa, por supuesto la guardé en un libro, porque en el fondo, muy en el fondo, allá donde termina el territorio de la cordura, soy una romántica empedernida.
Tengo tanto cuidado en la vida que siento que divago en un derrotero de paranoia. Hasta ahora tuve suerte, ninguno tuvo tiempo de mostrar un indicio de colmillo o garra afilada. He sido más rápida, astuta y cuidadosa, casi, casi, ¡como una loba!
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