Monstruos que retozan en este sitio:

jueves, 7 de julio de 2016

La bicicleta

Antes de abrir la puerta la observó detenidamente. Estaba con las ruedas desinfladas y parecía vieja, con la pintura descascarada y el óxido devorándola por partes.
Miró a su alrededor buscando al posible dueño del vehículo pero no había gente en la zona. Un pequeño déja vu le dejó una presión en el pecho que no supo definir, la imagen que se había cruzado era tan efímera que ni siquiera logró reconocerla.
Entró a la casa, se preparó un café mientras se cambiaba de ropa. Se duchó pensando que no recordaba haberse desvestido. Puso la pava para el café y reaccionó que ya lo había hecho aunque el recipiente estuviera frío y limpio.
La bicicleta vieja y oxidada lo estaba despertando, vivía en una zona anacrónica. Un movimiento a sus espaldas lo sobresaltó, giró y encontró al niño casi destruido y recordó la calle con agua, la felicidad de mojarse los pies mientras pedaleaba, el vehículo que le tocaba bocina, el ruido de los frenos, el impacto, el dolor, el llanto, la ausencia de tiempo.
El pequeño se acercó y le extendió la mano.

-¿Vamos? – preguntó el pasado y el fantasma se aferró a él para seguirlo.

viernes, 1 de mayo de 2015

Revista Penumbria

La Revista Penumbria publica en su edición N°26 uno de mis cuentos.
(para leerla entera deben entrar a esta dirección http://issuu.com/penumbria/docs/penumbria_-_26)
Aquí está mi cuento:

"Marianito y los cuentos de terror"

A Marianito le gustaba invitar a sus amiguitos a dormir.
Siempre llevaba papitas, gaseosas y películas de terror a la pieza, y cuando ellos se encontraban en un estado inicial de pánico, apagaba las luces y aullaba desde distintos puntos del cuarto. Marianito sentía una fascinación morbosa por verlos aterrados, era algo que estaba más allá de su comprensión. Sus padres casi nunca estaban, y las niñeras que solían transitar por su casa, le gritaban cuando tenían que socorrer a sus ocasionales compañeros de piyamada tras encontrarlos pálidos y temblorosos en medio de una crisis de llanto.
Marianito fue espaciando sus viernes de películas porque ya no tenía amiguitos dispuestos a ser traumatizados. En un par de ocasiones intentó hacer lo mismo con sus niñeras pero una de ellas, en una crisis de histeria, le golpeó el rostro de manera brutal y cuando sus padres descubrieron el hematoma se molestaron con él. No lo intentó más.
Después de un mes sin sesiones de terror, fijó su atención en la niña pálida que ayudaba a su madre en la atención de una verdulería en la esquina de su casa.
No le costó trabajo acercársele, siempre invitaba amigos varones pero imaginó que no habría obstáculos en llevar a una niña, un viernes a la noche.
Cuando se lo mencionó a sus padres se lo negaron rotundamente así que comenzó a idear la manera de asustarla... sin llevarla a dormir antes.
Cada mañana durante un mes, acompañó a sus niñeras hasta la verdulería y fraguo lenta y serenamente una buena amistad con la niña.
Se llamaba Rosita, tenía 10 años igual que él, odiaba la escuela igual que él, sentía antipatía por las comidas con acelga igual que él y... odiaba las películas de terror porque le causaban miedo.
Este detalle casi le provoca una erección y se sintió un tanto incómodo con eso.
Una noche se escapó de la niñera y se fue a conversar con ella. Eran las diez. La madre de la niña los vio sentados en la vereda y los dejó pasar el rato. Cerró la verdulería y entró dejando a la parejita, conversando debajo de un árbol.
Marianito le contaba historias de terror a Rosita y ella escuchaba atenta, con las manitas crispadas sobre la pollera. Bajo la luz de la luna se la notaba pálida y temblorosa.
Le contó que en noches como esa se escuchaban aullidos en el fondo de su casa y que sus padres se negaban a creer que algo vivía entre los limoneros y naranjos de su patio.
-Pedí permiso y vamos un rato a mi casa para que te muestre de donde vienen los ruidos.- propuso Marianito y Rosita lo miró un instante con el rostro blanco del susto, antes de entrar a preguntar si podía ir. Cuando salió cinco minutos después se la notaba nerviosa.
Entraron a la casa por el costado para que su niñera no se diera cuenta de que había huido hacía un buen rato. A tientas, en la oscuridad, se llegaron hasta el primer naranjo donde el niño escondía una linterna. El haz de luz iluminó poco. Había casi diez árboles cargados de frutos. Marianito señaló una zona oscura en el rincón izquierdo de la pared perimetral y le iluminó el rostro para mirarla.
-Ahí es donde se escuchan los aullidos, primero se sienten arañazos en la pared y después el llanto. Mi niñera cree que puede ser un perro, pero ninguno de mis vecinos tiene mascotas.
Rosita estaba agitada y tenía los ojos cubiertos de lágrimas.
-Vamos a ver que hay -instó Marianito tironeándola del brazo. La niña emitió un pequeño quejido.
-No- le dijo suavemente casi al borde del llanto.
-Vamos- volvió a insistir y esta vez le tomó de la mano obligándola a seguirlo.
Caminaron despacio hasta que quedaron a unos metros de la esquina oscura.
Se sintió el ruido de la cadena antes de que un perro enorme y negro casi les saltara encima ladrándoles.
Rosita pegó un alarido y Marianito retrocedió chillando fascinado.
El perro movía la cola feliz mientras ladraba.
El niño se dio media vuelta y la buscó. Ella estaba parada junto a un naranjo, apoyando la espalda en el tronco, con las manos adheridas a su vestido y el rostro casi azulado por el pánico.
Marianito se tomó de la panza y comenzó a reír a grandes carcajadas.
Rosita hiperventilaba.
Se dio cuenta de que a su amiga le pasaba algo extraño cuando un silbido comenzó a salir de su pechito mientras la caja torácica subía y bajaba de manera alarmante.
-Eh!- le gritó tratando de quitarle dramatismo a la situación y se le acercó.
Ella estaba con los ojos casi fuera de las órbitas, estática, intentando respirar.
-Rosita- le dijo él y le apoyó la mano en el hombro.
La niña pareció salir del trance y gritó aterrorizada abriendo la boca tan demencialmente que se escuchó cuando la mandíbula salió de su lugar y la comisura de los labios se rasgaron dejando escapar un hilo grueso de sangre.
Rosita se agarraba de la cabeza y se arrancaba mechones de pelo mientras daba alaridos que por ratos se confundían con un aullido animal.
Marianito retrocedió espantado.
La niña gritó hasta que el globo ocular derecho cayó dejando una cuenca vacía. Gritó mientras por entre las piernas se escapaba un chorro caliente de orina y el líquido cambiaba de color hasta ser un reguero de sangre que llegaba al suelo sin tocar su entrepierna.
Gritó hasta que el perro se ahorcó con la cadena mientras intentaba huir.
Gritó hasta que la lengua se le hinchó tanto que comenzó a reventar.
Gritó hasta que Marianito comenzó a convulsionar mientras escupía espuma espesa por la boca.
Rosita regresó a las 11 de la noche a su casa. Su madre la regañó por tardar tanto y su padre le preguntó porque le faltaba el ojo derecho.
-No me gusta que me cuenten cuentos de terror- le aclaró mientras recordaba que lo había levantado y estaba en su bolsillo izquierdo.
-Ya no quiero ser amiga de Marianito, me hace asustar- acotó al final, mientras lo ponía nuevamente en su cuenca.

viernes, 31 de octubre de 2014

Tavo

Me invitaron a leer en el Colegio Laura Vicuña. La experiencia fue asombrosa.
Me encontré con un grupo de alumnos que, no sólo escucharon con mucha atención, sino que lograron crear un clima extraordinario. Me sentí muy cómoda con ellos y espero haber estado a la altura de lo que esperaban de mi.
Antes de irme uno de ellos se acercó para pedirme si podía escribir un cuento con él como protagonista.
Aquí está el texto.

TAVO

A Tavo le gustaba fabricar cosas con sus propias manos y regalarlas.
Los objetos que producía eran una mezcla extraña de elementos de la tierra que convergían casi de manera surrealista, formando esculturas abstractas.
Cuando las obsequiaba lo hacía con esa sonrisa extraña que lo caracterizaba. La mirada producía sentimientos oscuros, el que recibía el presente, lo hacía con entusiasmo pero sin saber qué hacer ante esos ojos que escudriñaban buscando algún tipo de reacción.
Era difícil mirarlo y no quedar un poco perdido en los miasmas de sustancias crueles.
Sus esculturas eran hermosas, pero cubiertas de un vaho que recordaba lo lúgubre, lo incierto.
Cuando se las colocaba en las casas, solían desaparecer por ratos apareciendo en los lugares menos pensados.
Ninguno lo admitía por miedo a pasar por ignorantes, pero creían que tenían vida propia.
Lo que nunca llegaron a presentir era la verdad que se escurría durante las noches y que ninguna cordura podría tolerarlo.
A Tavo le gustaba fabricar cosas con sus propias manos y regalarlas. Lo hacía porque ansiaba ser un ente omnipotente, un demiurgo de las sombras.
En cada una de sus esculturas una astilla de su esencia se escondía.
Con los años y con cada regalo, el muchacho parecía verse más delgado, perdía color, calor, a veces parecía ser transparente, hasta que un día… dejaron de verlo.
Y los objetos no pararon de moverse. Ya la gente no dudaba, era evidente que tenían vida, aunque todos ignoraban lo que realmente estaba sucediendo.
Tavo aún existía y lo hacía con mayor fortaleza, alimentándose de los sustos, socavando en la psiquis de los dueños de sus regalos.
Tavo reptaba de noche, invadiendo cuartos y robando pesadillas, aspirando el terror que fluía de los durmientes, haciéndose más grande, más sabio, más terrorífico.
Una noche las ventanas de todas las casas que poseían los recuerdos del muchacho se abrieron con fuerza, produciendo grietas en las bisagras, y aquellos que estaban despiertos lograron ver un ente oscuro que se escapó con una velocidad asombrosa, reptando hacia el monte que se levantaba cerca.
De ahí en más, los objetos pasaron a ser sólo eso. Nunca más se movieron.
Pero desde el corazón del bosque se sienten murmullos, a veces la tierra late, hay una energía extraña que hace huir a las tarántulas y víboras.
La gente a veces se queda mirando los árboles, como esperando que en algún momento emerja algo.
Todos lo piensan, pero nadie lo acepta en voz alta.
Tavo es ahora otra cosa y se prepara para regresar.

martes, 3 de junio de 2014

Correas

Claro y perturbador.
Digirió la imagen de la mujer que cruzaba las piernas mientras le pegaba un tirón a la correa y se sintió a salvo de los amos tiranos.
Toda ella exudaba fuerza, el rictus en los labios demoledores era una grotesca fisura de odio y hermetismo. La veía allá arriba y se mordía las uñas para sofocar el deseo de arrastrarse un poquito y tocar el taco del zapato que se hundía unos centímetros en la piel de la mascota.
Parecía un hombre pero no era más que un adolescente ajado.
La correa le apretaba la traquea y las rodillas tenían callosidades gruesas que no dejaban penetrar fácilmente las piedras.
Usualmente no sentía pena de sus pares, pero éste era diferente. Se lo veía feliz a pesar de todo lo que decía la imagen.
Ella, allá arriba, bajó una mano blanca que el lamió con gusto. La perfección de la piel no hacía otra cosa que destacar el muñón deforme del dedo meñique.
La miró nuevamente y encontró que el odio rayaba el terror.
La mascota se deleitaba lamiendo los dedos y mordisqueaba por ratos los demás.
Era inevitable armar historias en torno al duo y estuvo a un tris de acercarse a él para preguntarle que había sucedido cuando ella misma se sintió llamada con un tiró de su correa.
Se dió media vuelta molesta y miró a su amo que sin importarle su curiosidad sobre mascotas que parecían revelarse y abrir un abanico de rabiosas revoluciones, la tironeaba para que caminara a su lado.
Los miró por última vez. Él seguía mordisqueando los dedos colorados y un hilo rojo de baba comenzaba a deslizarse por la cosmisura derecha.
Tragó saliva y miró la mano de su propio amo.
Tenía hambre y ganas de elevarse sobre sus dos piernas para ver que tan alta era.
-No quiero- gritó ella.
Él bajó la mano para tomarla del cabello y ella sonrió agradecida por el hilo de baba roja que acababa de despertarla.

martes, 27 de mayo de 2014

La claraboya


La habitación estaba en el último piso.
Esta tenía un techo bajito y el padre no había tenido mejor idea que colocar una claraboya en él para que el sol las iluminara durante el amanecer, lo que no consideró eran las noches y los monstruos que apoyaban la cara en el vidrio y se pasaban horas observándolas con lujuria.
Todas las mañanas la claraboya era limpiada porque el rocío dejaba unos dibujos extraños, en realidad el líquido era el residuo de la actividad onanista de los visitantes, y los dibujos: tan sólo las patitas patinando en sus mismos fluidos.
Related Posts with Thumbnails